El trigo jamás se adaptó al clima lluvioso de Bizkaia. En los campos y colinas se sembraba mijo. A partir del siglo XVI, llegaron a Europa alimentos del Nuevo Mundo que cambiaron la historia: el cacao, el tomate, la patata, las judías, los pimientos. Y el maíz. Desde que arribó, toda la cornisa cantábrica evolucionó hacia una cultura del maíz. Alimento fundamental para los seres humanos y forraje para el ganado.
La fiesta en Bizkaia huele diferente. Siempre, desde algún rincón, se extiende el olor a harina de maíz tostada. Peculiar. Diferente. Siempre reconocible. Alguien tuesta pequeños talos que envolverán un txorizo o acompañarán un pedazo de sabrosa costilla de cerdo.
Hoy en día el pan de maíz y el talo habitan casi exclusivamente en algunos restaurantes y en los puestos de fiestas como el Lunes de Gernika o la Feria de Santo Tomás. Pero, hasta el siglo XX, cuando el transporte de grandes cantidades de harina de trigo empezó a ser viable, la harina de maíz era la reina en Bizkaia.
Morokil y opil
Los campesinos acarreaban sus cosechas de grano amarillo al más cercano de los abundantes molinos movidos por la energía del agua que jalonaban cada comarca y regresaban al caserío con la preciada harina de maíz para autoconsumo.
Tres eran las principales formas en las que la harina de maíz discurría por el día a día de los vizcaínos. El morokil, una especie de delicioso porridge a base de leche caliente, harina de maíz y azúcar; denso, dulce, poderoso. El opil, una torta redonda de unos dos dedos de grueso y algo más de un palmo de diámetro, resultado de aplastar con las manos una bola de masa creada tras mezclar agua caliente, sal y harina de maíz, que es asada sobre una plancha, la chapa de la cocina económica o una sartén dispuesta sobre el trébede. El opil podía conservarse, una vez tostado, durante días listo para comer.
Pero el talo era el más usado. La misma torta que el opil, pero aplanada hasta el medio centímetro y tostada. Un círculo quebradizo, caliente, duro por fuera y tierno por dentro. Con un particular perfume a maíz y fuego.
Talo para todo
El talo acompañaba el desayuno, con nata, miel o confitura, el almuerzo y la cena. En ocasiones, sustituía al plato. Con una gran sartén en el centro de la mesa, preñada de chorizo, costilla de cerdo, tocino y quizá huevos fritos, cada comensal se servía sobre su talo aquellas piezas que le apetecían.
“El agua, muy caliente para mezclarla bien con la harina. Lo que aguanten tus manos.Amasa bien, que no queden grumos ni burbujas. Después, toma una bola de masa, como la quepa en la palma de la mano, espolvorea la tabla de harina, y haz sonar la música. Tap-tapatap-tap-tap-tapatat”. Es la descripción del proceso por parte de una vieja maestra del arte de hacer talo. La música es la del sonido de las manos sobre la masa para aplanarla, girarla y convertirla en una torta perfecta que solo espera el calor.
Hace años que el imperio de las harinas de trigo ha barrido al talo del día a día. Aunque conserva su pujanza en los recintos festivos. Solo el talo. Y talos más pequeños, aptos para degustar de pie en torno a una pieza de chistorra o chorizo. Ligeramente mayores que una arepa o una tortilla centroamericana. Al final, el maíz de Bizkaia vuelve a su origen. Un generoso vaso de txakoli o sidra maridan a la perfección. Llevan unos cuantos siglos haciéndolo.
Santo Tomás transforma Bilbao en un mercado tradicional cada 21 de diciembre
Cada 21 de diciembre, toda la ciudad se transforma en un gran mercado que es romería a la vez. Celebra su propia memoria y su vieja esencia, en una jornada que no deja de asombrar a los visitantes, que se ven sorprendidos en una vorágine difícil de explicar. Por momentos es protagonista el mercado, por momentos la música, después el olor del maíz tostado, el cacareo de los capones o el sonido de la sidra al ser escanciada sobre la ancha boca de un vaso de cristal.
Según recogen los cronistas, las agricultores que habitaban y explotaban muchas de las tierras y caseríos de Bizkaia, pagaban sus rentas a los propietarios de forma anual. Lo hacían al vencer el año. A finales de diciembre. La mayoría de los propietarios residían en la capital. Los agricultores y ganaderos aprovechaban su viaje a Bilbao para vender en los mercados sus productos de invierno, destinados a los banquetes de Navidad: capones, caracoles, setas y hongos, nueces y avellanas, corderos, pavos, manzanas, mermeladas, peras, licores, coles, coliflores y calabazas.
Pagada la renta y vendidos los productos, los campesinos aprovechaban para correrse una juerga antes de la salida del siguiente tren, tranvía, carruaje o diligencia. Tal es el origen de una gran fiesta que paraliza la ciudad en la fecha indicada. Ni convoyes especiales de metro y cercanías, ni otros refuerzos de transporte público dan abasto un día en el ciudadanos y visitantes visten blusones y boinas, comen tortas de maíz con txistorra, beben sidra o txakoli y bailan al compás de acordeones y panderetas.